-Mami, ya despiértate. Es tarde, apúrate que voy a preparar el desayuno, levántate por favor. No quiero regresar y verte acostada en la cama. Cruzo el cuarto, abro las cortinas y bajo a preparar un café. Ella ni se mueve.
Recuerdo las veces en que la historia era al revés; soy hija única y mi papá nunca estuvo. Todas las mañanas ella llegaba a mi dormitorio, se metía en la cama, me abrazaba, me ponía la pierna encima y llenaba de besos mi cara. Yo renegaba, me quejaba, suplicaba por unos minutos más y muchas veces me quedé dormida apenas ella salía, entonces volvía enojada gritando que nos hacíamos tarde y de un brinco salía de la cama y me arreglaba para ir al colegio.
Mi mamá era deportista, trabajaba, leía, parecía que tenía mil actividades y sin embargo, yo era el centro de su mundo. Siempre le reclamé que no me prestaba suficiente atención, pero era mi temor a perderla. Nunca tuvo novios y si alguna vez algún audaz se atrevía, se encontraba con mi mala cara, berrinche y un drama tan exagerado, que terminaban siempre espantados. Fui muy egoísta, hoy hubiera preferido que ella comparta su vida con alguien que la pueda cuidar mejor, con quien pueda caminar tomada de la mano por el malecón y no pase tanto tiempo sola.
Está envejecida, su pelo está totalmente cano, tiene un problema con la visión y ya no puede leer, debo leerle, aunque no siempre tengo tiempo. Se rompió la cadera hace unos años y su vida deportiva terminó, pero como ella no es de rendirse, a las cinco de la tarde abraza su bastón y se va a pasear por el malecón, donde luego de su caminata vespertina, se sienta a contemplar el río por horas. No sé cuál de sus sueños se quedó sin cumplir, pero sospecho que algo le faltó para ser feliz, aunque nunca lo quiso decir. Ella me entregó su vida, ahora yo la cuido.
-Mamá, no te escucho bajar. ¡Apresúrate, el doctor hizo una cita especial por tratarse de ti!
Con los años se ha puesto muy engreída, es como una niña chica, se parece a mí, cuando tenía diez años. Bebo rápido el café y decido no leer el diario. Ya veo que será una de esas mañanas en que me tocará lidiar con su pereza y berrinche. Todavía la recuerdo luchando con mi pelo para hacerme una trenza francesa antes de ir al colegio. A veces no descansaba bien porque yo me introducía en su cama de madrugada para sentir su olor y poder dormir, siempre necesité estar muy pegada a ella.
Cuando era niña y hasta casi terminar la adolescencia ella planchaba mi uniforme, hasta la descubrí alguna vez betunando mis zapatos, pese a que le insistía que no era necesario. Mi mamá no usaba cremas ni se maquillaba, pero me llevaba cada quince días a la peluquería para que mis uñas y pelo estén impecables; heredé su cara, lo dicen todos. Somos muy parecidas y es mi orgullo, además sé que viéndome en el espejo, siempre la podré ver a ella.
Mientras recojo todo, una mariposa amarilla pasa por delante de mí, no puede ser, debo haber olvidado cerrar la ventana ¡que vaina, quién sabe cuántos bichos ya se habrán metido! Subo con su taza de café y paso a revisar las ventanas, pero todo está bien cerrado, aunque ahora veo otra mariposa en el descanso de la escalera ¿Por dónde estarán entrando? En fin, sigo subiendo, hoy debemos ir al médico para el chequeo semanal, su enfermedad cada vez se extiende más y a veces los dolores son insoportables.
Voy a decirle que desayune en la cama para que después se ponga el vestido rojo; le sienta precioso y la pone de buen humor porque asegura que se la ve delgada de rojo. Tiene setenta años, pero le sigue pareciendo importante verse atlética como cuando era joven, no discuto, no tiene sentido explicarle que es imposible, pero como es su único tema de vanidad, le hago caso a sus pedidos de comidas especiales y porción de proteína en la noche.
-Mami, te subí el café, dime que ya te bañaste
Entro a su habitación y sigue arropada. Me acuesto a su lado para empiernarla y al abrazarla, salen cientos de mariposas amarillas hasta vaciar por completo su vestido y llenar la habitación.
Revivo las veces cuando ella decía que nunca iba a abandonarme, prometió que siempre iba a tener la certeza de su compañía aún después de muerta, y desde esa mañana, las mariposas siempre me acompañan. Revolotean por la casa y me rodean cuando salgo a la calle. He descubierto a unas pocas en la banca del malecón donde mi mamá solía estar y casi todas se quedan sobre su cama hasta las diez de la mañana.
Que manera de recordarla. Asi estará siempre contigo. Precioso
ResponderEliminarmuy cierto, al fin todos somos la continuación de nuestros padres, llevamos su esencia
ResponderEliminarAl final, el sueño de estar siempre al lado tuyo se cumplió.
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