lunes, 7 de septiembre de 2015

La isla

Camino descalza por la playa, lo hago lentamente, trato de hundir los pies para sentir que me fundo en la arena, a ratos el mar me alcanza y me moja un poco. Sigo bordeando la playa, no me canso, voy de un lado al otro hasta que el sol termina de caer. 

Acomodo mi vestido y me siento a observar el mar en oscuridad; fuerte, violento, sin embargo, al romper la ola, aparece espuma como vestigio de ese golpe y llega apacible hasta mis pies. Pienso en la isla que abandoné. 

Recordé la rutina de las mañanas. Todas salíamos temprano para ver qué, o mejor dicho, a quienes, había traído la marea. El mar traía cada mañana una ola de cuerpos muertos; niños, hombres y mujeres de todas las razas y edades. Nosotras teníamos el poder de dar vida sólo a uno y cada mañana salíamos a elegir. 

No había un parámetro para hacerlo, era totalmente subjetivo y emocional. Laura sólo elegía niños, creía que al criarlos como propios, nunca estaría sola; a las niñas les enseñaba a cocinar, a los niños a cazar y a todos, educaba en la lectura y escritura. Claudia prefería darle vida a los ancianos para que nos alimentaran con experiencia y conocimiento del mundo exterior. Sonya prefería despertar hombres jóvenes con la esperanza de que alguno se enamorara de ella, pero nunca pasaba. Fita despertaba sólo mujeres con la misma esperanza que Sonya, pero tenía la misma suerte. Formábamos un grupo grande de hermanas y cada una tenía una preferencia distinta. Yo solía despertar a aquellos que me dieran la impresión de tristeza en su expresión. Siempre los desperté con la ilusión de darles una nueva oportunidad. Algunas veces lo logre, otras no.

Tener el don de dar vida era una tarea que nunca quise. Nací ahí y era parte de esa isla y sus misterios. Mi madre había nacido en ese lugar y su madre también. Era una isla de mujeres con poder de dar vida y quitarla. Esa última parte nunca dejó de azorarme. 

De la misma manera que regresar a la vida se regía por parámetros absolutamente subjetivos, devolverlos definitivamente a la muerte también lo era. ¿De qué dependía? de todo y nada realmente. Si no lograban adaptarse al sentido comunitario, resultaban violentos o ellos pedían morir, los volvíamos al mar que los había traído y él se encargaba de tragarlos para siempre.

Yo quería morir para poder vivir, quería salir de ahí. No quería tener más vidas a mi cargo, sólo la mía. Traté de hundirme en el mar, pero él me regresaba. Me recordaba que mientras esté en la isla, él no podía tragarme.

Una mañana me adelanté a todas mis hermanas y empecé a caminar sobre todos los cuerpo que estaban en el mar esperando ser recogidos por nosotras, al principio la sensación fue espantosa; ojos, cabellos, narices, bocas abiertas con dientes afilados, cuerpos gordos, brazos, senos, piernas, hasta que el miedo a que mis hermanas me descubrieran pudo más y empecé a correr sobre ellos. Corrí mucho, corrí hasta que ya no pude ver la isla, corrí hasta empezar a hundirme.

Empecé a nadar, perdí el conocimiento y me desperté aquí hace muchos años atrás. Estoy en un pueblo costero, dicen que me encontraron desnuda y casi muerta. En este lugar no conocen la isla de donde vengo, trabajo con los niños del pueblo enseñándoles a leer y vivo cerca del mar. Cuando alguien muere prefiero no visitar a la familia, no sé si mantengo mi don o lo perdí en el agua, pero no quiero averiguarlo. 

Estoy envejeciendo y aquí, es donde voy a esperar la muerte. Ya he pedido que cuando muera, deseo que me quemen. Anhelo que mis cenizas vuelen y nunca toquen el mar. No quiero volver a la isla.


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