Apoyada contra la puerta, reviso visualmente el departamento. Todo lo importante está guardado en mi maleta.
Antes de irme, doy un último recorrido. Empiezo a caminar descalza, toco las paredes colmadas de fotos con momentos que nunca existieron. Viajes que no hicimos, paseos tomados de la mano, junto a risas que se ahogaron en el río.
Echo un vistazo a la habitación. Paredes beige, cortina de encaje blanco, que se eleva gracias a una ráfaga de viento que entra por la ventana, refrescando el ambiente rancio donde ha escapado lo que alguna vez hubo. Me siento un rato en la cama siempre arreglada, cubierta por sábanas de promesas incumplidas y colchas de ausencias. Me levanto y acaricio la repisa llena de libros que nunca llegaron. De repente, encuentro un par de zapatos rotos, cansados de regresar sobre lo andado, intentando una y otra vez que el destino sea diferente, pero han decidido rendirse y duermen bajo la cama, esperando su olvido. Les regalo una sonrisa, y los dejo descansar. Salgo sin hacer ruido.
Cuando paso por la cocina, recuerdo los desayunos ácidos, los almuerzos en solitario, y las cenas imposibles. Se me hace pequeño el corazón, pero las gotas de mi lluvia se fueron, y la secuencia de los pétalos al caer, señalaron el camino a seguir.
Finalmente avanzo hacia la puerta. Soy débil, he tratado de irme y no volver, muchas veces, pero la puerta nunca tuvo cerrojo. Así que esta vez, he mandado a hacer una complicada cerradura con una llave que sólo tengo yo.
Empujo la puerta, tomo la maleta llena de decisiones, y determinaciones, doy un paso, otro más, cierro la puerta detrás de mí. Miro la llave, no hay otra opción, extiendo mis muñecas y permito que ella penetre dentro de mis venas cortando las puertas del arrepentimiento, abriendo el camino hacia mi libertad.
Historias relacionadas con el amor y el desamor, llenas de despedidas y reencuentros, donde la casualidad no existe, todo siempre pasa por una causa.
viernes, 30 de diciembre de 2016
domingo, 11 de diciembre de 2016
Por fin llegó
Esta mañana el sol salió desde muy temprano. La habitación encierra calor, tengo la ventana abierta de par en par, pero la cortina blanca con ligeros encajes sigue inmóvil, no hay ni una ligera brisa, sin embargo, estoy feliz.
He limpiado todo, sacudí el polvo de mis libros, barrí la basura y dejé todo en una fundida afuera de mi puerta, para que la recojan en el turno de limpieza, a las once de la mañana. Armé paquetes con sueños, los mejor se los dejaré a Teresa, una flaca huesuda como yo, pero con la paciencia y tolerancia que nunca tuve, ella sabrá cumplirlos. Los imposibles, se los entregaré a la hermana Teresa, ella rezará para que sucedan y las pesadillas, las dejaré libre para que vuelen a otro cuerpo.
Para no aburrirme mientras espero que vengan por mí, reviso fotografías. Las he puesto sobre mi cama en orden cronológico. Primero está la sesión de fotos en blanco y negro al cumplir un año, Pérez, se lee como firma, tengo entendido que era el fotógrafo de moda para tomar fotos a los bebés de esa época. Se ve a una niña regordeta con vestido blanco, medias con filo de encaje a la altura del tobillo y zapatos del mismo color, churros negros recogidos en dos moñitos, uno encima de cada oreja. Estoy señalando algo y mis ojos se ven atentos mientras mi boca sonríe.
Prosiguen las fotos, muchas cargada por mi papá, otras por mi abuelo. Empiezan a aparecer las fotos caminando. Hay una que me gusta mucho, estamos mi madre y yo andando por la arena, del lado derecho se ve el mar casi tocando nuestros pies con su espuma. Estamos sonreídas, ella me mira y yo miro mis pies, detrás se ven nuestras huellas.
Creo que tuve una niñez tranquila, me gustó la adolescencia, pero mi etapa favorita fueron los veinte años. Lastimosamente se fueron muy rápido. Encontré una foto que me hizo recordar un momento que estaba olvidado. Estoy apoyada en mi Chevrolet Malibú Classic, un auto enorme, blanco con techo celeste. Automático. Tengo el pelo muy corto, llevo una camiseta negra con el cuello redondo pegado al cuello y las mangas cortas son de color gris. Estoy sonriendo y tengo los brazos cruzados sobre el pecho. Me fijo que llevo una pulsera roja, igual que ahora. Esa costumbre de usar un hilo, pulsera o lana roja, la tengo desde hace tanto tiempo que ya olvidé porqué empecé a hacerlo. Mi hermana tomó esa foto, era una tarea de fotografía para la universidad. Extraño a mi hermana, no había pensado en ella hace muchos años. Ahora sé que la familia es aquella que te acompaña, y sostiene tu mano cuando estás a punto de caer. Yo la dejé caer. La abandoné, me perdí en un laberinto del que nunca logré salir hasta que me trajeron. (Temo que ella fue quien me encontró y dejó acá). Imagino que nunca me perdonó haber sido un fracaso como hermana mayor, considerando que pocos días después de esa fotografía, nuestros padres murieron en un accidente de tránsito y empezamos a vivir entre tíos y abuelos hasta que me fui. Tomé la mano de un leviatán alado que me dio la oportunidad de volar lejos de mis problemas y mantener mi cabeza dispersa, el mayor tiempo posible.
Demasiados años viajando, tanto tiempo desconectada que cuando regresé, todo había cambiado. La primera vez que me desperté aquí, pasé un día entero viendo mi rostro. No entendía nada, estaba en pijama. Tenía una caja con libros, otra con fotografías y recuerdos de mi infancia, un par de vestidos colgados en el armario, dentro de esta habitación blanca con una cama pequeña, velador, y baño. Fui linda, estoy segura de que hubo un tiempo en el que fui realmente bonita, tengo ojos pequeños y el párpado casi los cubre, pero antes, eso me daba un toque sexi en la mirada, mi nariz es pequeña y perfilada, la boca parece dibujada y está en armonía con mis cejas dentro de mi cara ovalada. Ahora tengo el pelo largo lleno de churros, pero grises, y mi piel está absolutamente apergaminada, casi he perdido las pestañas. Mi cuello está arrugado y la piel debajo de mi barbilla está tan flácida que parece cuello de pavo, me río de mí absurda apariencia actual. La belleza no sirve para nada, no me sirvió nunca. Estoy aquí sola, esperando que por fin vengan a recogerme. Tuve algunos intentos por escapar, pero todos los intentos fallaron hasta que mi demonio guardián movió los hilos y permitió que lograra sobornar a un empleado para que compre el frasco que contenía el boleto de partida. Ahora, sólo espero que vengan por mí.
Para esta ocasión, elegí un vestido naranja con encajes, los hombros al descubierto. Llevo el collar de perlas que me regaló el abuelo a mis doce años, (asumo que mi hermana sabía que terminaría escapando y me quería elegante) me he cepillado el pelo y lo he recogido en una trenza que abraza mi espalda mientras recojo las fotos de mi cama y las empiezo a guardar en la caja donde las encontré.
Me acuesto sobre la cama y me quedo mirando el florero sobre mi velador, providencialmente ayer, pusieron astromelias, mi flores favoritas, perfectas para una despedida.
Finalmente estoy aquí, mis piernas están ya entumecidas y no las puedo mover, los párpados están pesados, es imposible abrirlos y el sueño empieza a dominarme, sólo quisiera verle la cara, quisiera saber cómo luce. Escucho a lo lejos un ruido... por fin llegó.
Finalmente estoy aquí, mis piernas están ya entumecidas y no las puedo mover, los párpados están pesados, es imposible abrirlos y el sueño empieza a dominarme, sólo quisiera verle la cara, quisiera saber cómo luce. Escucho a lo lejos un ruido... por fin llegó.
sábado, 17 de septiembre de 2016
Hora de limpiar
Mis libros, están llenos de polvo, paso un dedo por la estantería y pienso que debería limpiar, quitar ese velo de mugre que los está cubriendo, pero sigo andando, voy a la cocina por un poco de agua en esta casa que ya no es mi casa.
Camino a veces en la oscuridad, sólo para ver si puedo recordar el lugar de las cosas sin necesidad de la luz; pocas veces tropiezo, los muebles nunca cambiaron, al igual que quienes habitan aquí, sólo yo cambié. Todo está igual que cuando lo dejé, sin embargo, es tan diferente ahora, veinte años después.
De repente, avanzando por los pasillos, tropiezo con vestigios de la vida que tuve fuera, y siento ganas de llorar. El tiempo me ha puesto en un laberinto que me lleva al pasado. Recuerdo cuando era pequeña y después de alguna pesadilla de monstruos, sólo sentía consuelo en brazos de mi madre, a veces, en este viaje por el tiempo, vuelvo a los días felices cuando patinaba con mi abuelo en el parque. Luego avanzo un poco más, y regreso al presente. Horrible.
He decidido vivir con el tiempo en la espalda, no quiero percatarme de su velocidad, por eso no uso reloj, ni me miro en el espejo. Siento que todo va sucediendo demasiado lento. Busco incesantemente la puerta de salida. Nunca la encuentro.
Descubro ventanas pequeñas por donde entra cierta luz, unos días más que otros. Quiero huir. Quiero gritar. Sólo puedo llorar en silencio. Mi voz se apaga.
Tomo agua y suspiro en la oscuridad, enciendo un cigarrillo, sólo para ver la luz del fuego al otro extremo, diecisiete años fumando y es lo único constante en mi vida. Un polvo ceniciento también me cubre, no se nota, pero lo siento perfectamente, me estoy convirtiendo en un mueble más de este lugar donde los relojes no sirven, y los minutos dejaron de avanzar.
Busco un trapo, creo que es hora de limpiar.
Camino a veces en la oscuridad, sólo para ver si puedo recordar el lugar de las cosas sin necesidad de la luz; pocas veces tropiezo, los muebles nunca cambiaron, al igual que quienes habitan aquí, sólo yo cambié. Todo está igual que cuando lo dejé, sin embargo, es tan diferente ahora, veinte años después.
De repente, avanzando por los pasillos, tropiezo con vestigios de la vida que tuve fuera, y siento ganas de llorar. El tiempo me ha puesto en un laberinto que me lleva al pasado. Recuerdo cuando era pequeña y después de alguna pesadilla de monstruos, sólo sentía consuelo en brazos de mi madre, a veces, en este viaje por el tiempo, vuelvo a los días felices cuando patinaba con mi abuelo en el parque. Luego avanzo un poco más, y regreso al presente. Horrible.
He decidido vivir con el tiempo en la espalda, no quiero percatarme de su velocidad, por eso no uso reloj, ni me miro en el espejo. Siento que todo va sucediendo demasiado lento. Busco incesantemente la puerta de salida. Nunca la encuentro.
Descubro ventanas pequeñas por donde entra cierta luz, unos días más que otros. Quiero huir. Quiero gritar. Sólo puedo llorar en silencio. Mi voz se apaga.
Tomo agua y suspiro en la oscuridad, enciendo un cigarrillo, sólo para ver la luz del fuego al otro extremo, diecisiete años fumando y es lo único constante en mi vida. Un polvo ceniciento también me cubre, no se nota, pero lo siento perfectamente, me estoy convirtiendo en un mueble más de este lugar donde los relojes no sirven, y los minutos dejaron de avanzar.
Busco un trapo, creo que es hora de limpiar.
lunes, 12 de septiembre de 2016
Desde mi ventana
Estoy sola y veo la ciudad desde mi ventana. Todos en su cotidianidad; ropa tendida en patios internos lejos de la vista del mundo, casas que han acumulado trastes que dejaron de servir y transformaron sus terrazas en una bodega. Casas sin color, ni calor.
Alguien fuma abajo. Lo veo claramente: chompa azul, gorra negra, zapatillas pese al frío que hace fuera y el cigarrillo entre los dedos de su mano izquierda. Fuma sentado en una banca junto a un árbol, no puede verme, ignora que lo observo desde el séptimo piso del edificio que tiene frente a sí. Parece nervioso, revisa constantemente su celular con la mano que le queda libre, aparentemente no llega el mensaje que espera. No puedo ver su cara, sólo su gorra, tiene las siglas de un equipo de fútbol.
Del otro extremo de la calle pasan turistas arrastrando maletas con pequeñas ruedas y hombres vestido de traje y corbata. Todos caminan apurados, algunos aferrados a sus maletines.
Quien fumaba no está, lo he perdido de vista un rato, y se ha esfumado.
Reviso mi teléfono, yo tampoco he recibido ningún mensaje. Silencio. El mundo real se confunde a veces con el virtual, pero sigo sola. Mucha gente a través de las redes, pero nadie aquí conmigo.
Todo sigue su rumbo, los autos siguen las señales, los peatones se detienen y avanzan, los pájaros buscan las mismas ramas y luego retoman el vuelo.
De repente todo se ha puesto muy quieto, me pregunto si ese que fumaba, habrá recibido el mensaje que esperaba. Tal vez, esa sea la razón para que se haya ido, o, lo espantó este frío helado que me pone a temblar hasta los dientes.
Un sonido me saca de mis pensamientos, un mensaje de texto a mi celular
-voy por ti-
Desconozco el número que escribe, imagino que fue una equivocación, creo que debería contestarle aclarando su error. Alguien espera ese mensaje que me ha llegado y no sería justo dejar sin destinatario correcto un mensaje, aunque por otro lado, no es mi problema.
Frente a mi edificio, un grupo de ciclistas esperan la luz verde para avanzar, están equipados como para una competencia oficial. Sus cascos parecen nuevos, usan llamativos chalecos y zapatos, me parecen tensos por el tráfico que empieza a aumentar, volviendo agresivas las calles para ellos.
Un golpe en mi puerta me asusta, no espero visitas. Camino para revisar por el ojo pequeño de la puerta quién es el insistente que sigue tocando la puerta cada vez más violentamente. No logro ver su rostro, sólo una gorra negra con las letras de un equipo de fútbol y una chompa azul.
Alguien fuma abajo. Lo veo claramente: chompa azul, gorra negra, zapatillas pese al frío que hace fuera y el cigarrillo entre los dedos de su mano izquierda. Fuma sentado en una banca junto a un árbol, no puede verme, ignora que lo observo desde el séptimo piso del edificio que tiene frente a sí. Parece nervioso, revisa constantemente su celular con la mano que le queda libre, aparentemente no llega el mensaje que espera. No puedo ver su cara, sólo su gorra, tiene las siglas de un equipo de fútbol.
Del otro extremo de la calle pasan turistas arrastrando maletas con pequeñas ruedas y hombres vestido de traje y corbata. Todos caminan apurados, algunos aferrados a sus maletines.
Quien fumaba no está, lo he perdido de vista un rato, y se ha esfumado.
Reviso mi teléfono, yo tampoco he recibido ningún mensaje. Silencio. El mundo real se confunde a veces con el virtual, pero sigo sola. Mucha gente a través de las redes, pero nadie aquí conmigo.
Todo sigue su rumbo, los autos siguen las señales, los peatones se detienen y avanzan, los pájaros buscan las mismas ramas y luego retoman el vuelo.
De repente todo se ha puesto muy quieto, me pregunto si ese que fumaba, habrá recibido el mensaje que esperaba. Tal vez, esa sea la razón para que se haya ido, o, lo espantó este frío helado que me pone a temblar hasta los dientes.
Un sonido me saca de mis pensamientos, un mensaje de texto a mi celular
-voy por ti-
Desconozco el número que escribe, imagino que fue una equivocación, creo que debería contestarle aclarando su error. Alguien espera ese mensaje que me ha llegado y no sería justo dejar sin destinatario correcto un mensaje, aunque por otro lado, no es mi problema.
Frente a mi edificio, un grupo de ciclistas esperan la luz verde para avanzar, están equipados como para una competencia oficial. Sus cascos parecen nuevos, usan llamativos chalecos y zapatos, me parecen tensos por el tráfico que empieza a aumentar, volviendo agresivas las calles para ellos.
Un golpe en mi puerta me asusta, no espero visitas. Camino para revisar por el ojo pequeño de la puerta quién es el insistente que sigue tocando la puerta cada vez más violentamente. No logro ver su rostro, sólo una gorra negra con las letras de un equipo de fútbol y una chompa azul.
domingo, 11 de septiembre de 2016
Tal vez
Estaba en el aeropuerto de Lima, con vuelo retrasado hacia Guayaquil. Para variar, había llegado demasiado temprano, ni siquiera tenía gate destinado a mi vuelo. Deambulé un poco, compré un chocolate más una botella de agua, me senté a navegar en redes sociales. Mientras miraba fotos y leía comentarios, pensaba si realmente toda esa alegría virtual, será igual en la vida real. Conozco algunas sórdidas historias que se ocultan detrás de un "like".
Por otro lado, los minutos eran lo único que volaba, miré el reloj de pulsera con correa de cuero que llevo desde los treinta, y me acerqué a revisar las pantallas con los itinerarios. Por fin, mi vuelo tenía un número, abordaría por la puerta 13. Empujé mi pequeña maleta hasta encontrar la sala de espera, estaba casi desierta, sólo un hombre de unos cincuenta años -cincuenta y dos- supe después, y una joven que hablaba a gritos con la imagen de su celular.
El hombre leía algo de política, no pude ver bien, sólo eché una mirada furtiva. Los lectores tenemos la mala costumbre de andar siempre a la caza de un buen libro. Reparé en él cuando buscaba un asiento para descansar, fue gracioso, cuando me acercaba lo vi sacarse los lentes, moverse inquieto hasta casi hacer caer su libro por no quitarme la mirada. "No debo verme tan mal", pensé, y me senté justo detrás suyo.
Saqué mi libro de Andahazi y de reojo miraba como él trataba de voltearse, hasta que empezó a leer dándome su perfil. Era un hombre que debió ser muy guapo con unos veinte años menos, aunque yo también me veía mejor con la misma cantidad de años menos, así que no ando muy crítica con el tema. Su pelo lleno de canas, le daban un toque elegante y su nariz perfilada con pómulos marcados ponían un toque interesante.
¿Cómo sonará su voz? ¿Viajará a Guayaquil también? ¿Será peruano, o ecuatoriano? analizaba estos temas cuando de repente se levantó, se quitó el suéter y quedó en una camisa que dejaba entrever que tenía un cuerpo bastante cuidado para la edad que aparentaba; mientras se remangaba la camisa brillaban sus brazos bronceados, con una de sus manos agitó su melena, y un mechón plateado cayó sobre su frente. Seguí leyendo tratando de ignorarlo, pero pasó al lado mío con maleta y todo, calculé unos segundos y volteé para ver dónde iba... caminaba hacia el baño. Los hombres no se tardan mucho ahí, así que le aposté al destino, me levanté y fui al de mujeres justo frente al de hombres; antes de salir, revisé estar bien peinada y retoqué mi lápiz labial. Al salir, no lo vi.
Estaba por llegar a la sala de preembarque nuevamente, cuando apareció de repente en el camino y me sonrió, le devolví la sonrisa. La sala ya estaba medio llena.
- Nuestros puestos están ocupados ahora, me dijo
- Así veo
Caminamos un poco y encontramos asiento uno frente al otro
- ¿eres argentina?
- No, ¿Por?
- Te vi leyendo a Andahazi, él y yo, somos argentinos
- jajaja ¡qué observador!, pero no, soy ecuatoriana. ¿Vas a Guayaquil?
- No, estoy viajando por latinoamérica, me jubilé hace un año...
- ¿Jubilar? ¿Cuántos años tienes?
- 52, ¿tú?
- 41
Andahazi dice que el primer encuentro entre un hombre y una mujer, esa primera conversación, es determinante. Aquí aparecen pequeñas fisuras donde luego estarán las grietas que pueden llevar al fin de la relación, o simplemente, marcar las diferencias que impedirán que esta inicie. En medio de risas y tratando de ponernos al día en nuestras vidas dentro de los minutos que restaban, una voz por alto parlante anunció que mi vuelo estaba listo y debía embarcar. Me levanté, le di un beso en la mejilla y empecé a caminar.
- No sé tu nombre
- Paula, ¿cuál es el tuyo?
- Gustavo
- Adiós Gustavo
- ¿Nos volveremos a ver?
- Tal vez...
Por otro lado, los minutos eran lo único que volaba, miré el reloj de pulsera con correa de cuero que llevo desde los treinta, y me acerqué a revisar las pantallas con los itinerarios. Por fin, mi vuelo tenía un número, abordaría por la puerta 13. Empujé mi pequeña maleta hasta encontrar la sala de espera, estaba casi desierta, sólo un hombre de unos cincuenta años -cincuenta y dos- supe después, y una joven que hablaba a gritos con la imagen de su celular.
El hombre leía algo de política, no pude ver bien, sólo eché una mirada furtiva. Los lectores tenemos la mala costumbre de andar siempre a la caza de un buen libro. Reparé en él cuando buscaba un asiento para descansar, fue gracioso, cuando me acercaba lo vi sacarse los lentes, moverse inquieto hasta casi hacer caer su libro por no quitarme la mirada. "No debo verme tan mal", pensé, y me senté justo detrás suyo.
Saqué mi libro de Andahazi y de reojo miraba como él trataba de voltearse, hasta que empezó a leer dándome su perfil. Era un hombre que debió ser muy guapo con unos veinte años menos, aunque yo también me veía mejor con la misma cantidad de años menos, así que no ando muy crítica con el tema. Su pelo lleno de canas, le daban un toque elegante y su nariz perfilada con pómulos marcados ponían un toque interesante.
¿Cómo sonará su voz? ¿Viajará a Guayaquil también? ¿Será peruano, o ecuatoriano? analizaba estos temas cuando de repente se levantó, se quitó el suéter y quedó en una camisa que dejaba entrever que tenía un cuerpo bastante cuidado para la edad que aparentaba; mientras se remangaba la camisa brillaban sus brazos bronceados, con una de sus manos agitó su melena, y un mechón plateado cayó sobre su frente. Seguí leyendo tratando de ignorarlo, pero pasó al lado mío con maleta y todo, calculé unos segundos y volteé para ver dónde iba... caminaba hacia el baño. Los hombres no se tardan mucho ahí, así que le aposté al destino, me levanté y fui al de mujeres justo frente al de hombres; antes de salir, revisé estar bien peinada y retoqué mi lápiz labial. Al salir, no lo vi.
Estaba por llegar a la sala de preembarque nuevamente, cuando apareció de repente en el camino y me sonrió, le devolví la sonrisa. La sala ya estaba medio llena.
- Nuestros puestos están ocupados ahora, me dijo
- Así veo
Caminamos un poco y encontramos asiento uno frente al otro
- ¿eres argentina?
- No, ¿Por?
- Te vi leyendo a Andahazi, él y yo, somos argentinos
- jajaja ¡qué observador!, pero no, soy ecuatoriana. ¿Vas a Guayaquil?
- No, estoy viajando por latinoamérica, me jubilé hace un año...
- ¿Jubilar? ¿Cuántos años tienes?
- 52, ¿tú?
- 41
Andahazi dice que el primer encuentro entre un hombre y una mujer, esa primera conversación, es determinante. Aquí aparecen pequeñas fisuras donde luego estarán las grietas que pueden llevar al fin de la relación, o simplemente, marcar las diferencias que impedirán que esta inicie. En medio de risas y tratando de ponernos al día en nuestras vidas dentro de los minutos que restaban, una voz por alto parlante anunció que mi vuelo estaba listo y debía embarcar. Me levanté, le di un beso en la mejilla y empecé a caminar.
- No sé tu nombre
- Paula, ¿cuál es el tuyo?
- Gustavo
- Adiós Gustavo
- ¿Nos volveremos a ver?
- Tal vez...
sábado, 30 de enero de 2016
Buen viaje
¿Qué queda cuando termina la vida? Me lo pregunto mientras te veo metido en esa caja. Un mechón rizado sobre tu frente, tus labios carnosos siguen rosados gracias al maquillaje mortuorio, tus manos entrelazadas como si rezaras, aunque odiabas los templos y no comulgabas con ninguna religión; tus pómulos pronunciados producto del paso del tiempo, finalmente, tus ojos cerrados con pestañas en nueve pequeños grupos de pelos ralos y caídos que a duras penas, tocan tu apergaminada piel, sellando para siempre tu visión del mundo.
Ya de nuestro amor no quedaba nada, sólo viejas fotos recordándonos que hubo momentos donde pudimos sonreír juntos. Libros que alguna vez compartimos, o fueron regalos de la época en que invertíamos tiempo el uno en el otro. Escucho canciones de nuestra época feliz y sólo siento ganas de llorar. Todo había muerto mucho antes de que dejaras de respirar.
¿Qué pasó? No lo sé. Llegué hasta a odiarte, quería que murieras, y hoy, mientras te miro metido ahí, no siento nada. Miento. Tal vez, si vaya a extrañarte, no lo sé. Dicen que la soledad es peor que el desamor, me tocará averiguarlo.
No le avise a nadie de tu muerte. No quiero que me consuelen, no estoy triste, o si lo estoy, no lo he notado, no tengo claro qué siento realmente ahora mismo, pero estoy segura de que no quiero recibir besos de propios, extraños y fingir, ya pasé demasiados años fingiendo.
¿Puedo recordar el momento en que todo terminó entre nosotros? No, fue un cúmulo de pequeños gestos; ausencia paulatina de abrazos, diálogos monótonos, ojos esquivos frente a un "te amo", mientras se farfullaba un "yo también" para salir del paso, alivio cuando te marchabas y angustia cuando querías sexo.
Camino por esta sala vacía y mis pasos retumban. Un empleado me pregunta si quiero café, si tendrás misa y si quiero atrasar tu entierro, respondo: No. Ya no me asusta esa palabra, desde que te fuiste, la digo sin temor. He perdido el miedo. Está encerrado contigo y se hundirá muchos metros bajo tierra, en pocos minutos.
¿Me provoca besarte por última vez? Sí. Mi estómago se aprieta, puedo todavía sentir tu olor, pese a los químicos que te han metido en el cuerpo, pienso que está todo bien. Me doy fuerza, cierro los ojos y poso mis labios sobre los tuyos que están helados, me retiro rápido. El contacto con la muerte me da repelús.
Entran cuatro hombres a cargar tu féretro, para llevarte "a tu última morada" que frase tan estúpida, pienso. La última morada no existe, siempre viviremos en la memoria de la gente que nos odió o amó. Yo sentí las dos cosas, así que imagino que por un tiempo vivirás en mis recuerdos, aunque sin dolor, hasta que poco a poco, logre olvidarte.
¿Por qué te odié? porque me odié. No pude ser valiente, dejé que llevaras las riendas de mi vida sin rebelarme, me quise morir mil veces antes de seguir contigo, pero no pude dejarte, ni matarme. Quienes me rodeaban repetían que tenía suerte de tenerte, sin embargo, yo quería cambiar mi suerte todos los días. Envejecí a tu lado como "Dios manda", pero una vez cumplido el mandato, estoy insatisfecha, vieja y sola.
Sentada en una silla que han traído especialmente para mí, observo como cavan la tierra, un trabajo que imagino es tan mecánico y rutinario como fue mi vida contigo. Todos estamos en silencio, no hay nada que comentar. Empiezan a bajar el ataúd, me preguntan si quiero lanzar algo para que haga compañía en "tu viaje".
¿Si pudiera cambiar el pasado, lo haría? No lo sé, maldita melancolía que empieza a hacerme tambalear. Supongo que no todo fue malo. Recuerdo tus flores -mis astromelias- constantes en nuestra vida. Me gustaba cuando me abrazabas en la mañana y aunque nunca agradecí tu paciencia, siempre aprecié que también cumplieras tu parte, permaneciendo siempre a mi lado. Aprieto mis manos contra el regazo y no encuentro fuerzas para levantarme. Voy a tener la soledad que siempre quise, pero ahora, no sé que haré con ella. Después de tantos años, ya no había amor, sin embargo, quedaba la amabilidad que volvía agradable la vida. Al final ya no te odiaba, me acostumbré a vivir sin mariposas en la panza, y había renunciado a una vida diferente.
Creo que vuelvo a odiarte, esta vez, por dejarme ahora que estoy vieja, y no podré volver a empezar. Siguen insistiendo sobre aquello que debo depositar junto a ti, estoy un poco mareada. Respiro profundo, me incorporo, doy unos pasos y lanzo mi anillo de bodas.
Buen viaje
Ya de nuestro amor no quedaba nada, sólo viejas fotos recordándonos que hubo momentos donde pudimos sonreír juntos. Libros que alguna vez compartimos, o fueron regalos de la época en que invertíamos tiempo el uno en el otro. Escucho canciones de nuestra época feliz y sólo siento ganas de llorar. Todo había muerto mucho antes de que dejaras de respirar.
¿Qué pasó? No lo sé. Llegué hasta a odiarte, quería que murieras, y hoy, mientras te miro metido ahí, no siento nada. Miento. Tal vez, si vaya a extrañarte, no lo sé. Dicen que la soledad es peor que el desamor, me tocará averiguarlo.
No le avise a nadie de tu muerte. No quiero que me consuelen, no estoy triste, o si lo estoy, no lo he notado, no tengo claro qué siento realmente ahora mismo, pero estoy segura de que no quiero recibir besos de propios, extraños y fingir, ya pasé demasiados años fingiendo.
¿Puedo recordar el momento en que todo terminó entre nosotros? No, fue un cúmulo de pequeños gestos; ausencia paulatina de abrazos, diálogos monótonos, ojos esquivos frente a un "te amo", mientras se farfullaba un "yo también" para salir del paso, alivio cuando te marchabas y angustia cuando querías sexo.
Camino por esta sala vacía y mis pasos retumban. Un empleado me pregunta si quiero café, si tendrás misa y si quiero atrasar tu entierro, respondo: No. Ya no me asusta esa palabra, desde que te fuiste, la digo sin temor. He perdido el miedo. Está encerrado contigo y se hundirá muchos metros bajo tierra, en pocos minutos.
¿Me provoca besarte por última vez? Sí. Mi estómago se aprieta, puedo todavía sentir tu olor, pese a los químicos que te han metido en el cuerpo, pienso que está todo bien. Me doy fuerza, cierro los ojos y poso mis labios sobre los tuyos que están helados, me retiro rápido. El contacto con la muerte me da repelús.
Entran cuatro hombres a cargar tu féretro, para llevarte "a tu última morada" que frase tan estúpida, pienso. La última morada no existe, siempre viviremos en la memoria de la gente que nos odió o amó. Yo sentí las dos cosas, así que imagino que por un tiempo vivirás en mis recuerdos, aunque sin dolor, hasta que poco a poco, logre olvidarte.
¿Por qué te odié? porque me odié. No pude ser valiente, dejé que llevaras las riendas de mi vida sin rebelarme, me quise morir mil veces antes de seguir contigo, pero no pude dejarte, ni matarme. Quienes me rodeaban repetían que tenía suerte de tenerte, sin embargo, yo quería cambiar mi suerte todos los días. Envejecí a tu lado como "Dios manda", pero una vez cumplido el mandato, estoy insatisfecha, vieja y sola.
Sentada en una silla que han traído especialmente para mí, observo como cavan la tierra, un trabajo que imagino es tan mecánico y rutinario como fue mi vida contigo. Todos estamos en silencio, no hay nada que comentar. Empiezan a bajar el ataúd, me preguntan si quiero lanzar algo para que haga compañía en "tu viaje".
¿Si pudiera cambiar el pasado, lo haría? No lo sé, maldita melancolía que empieza a hacerme tambalear. Supongo que no todo fue malo. Recuerdo tus flores -mis astromelias- constantes en nuestra vida. Me gustaba cuando me abrazabas en la mañana y aunque nunca agradecí tu paciencia, siempre aprecié que también cumplieras tu parte, permaneciendo siempre a mi lado. Aprieto mis manos contra el regazo y no encuentro fuerzas para levantarme. Voy a tener la soledad que siempre quise, pero ahora, no sé que haré con ella. Después de tantos años, ya no había amor, sin embargo, quedaba la amabilidad que volvía agradable la vida. Al final ya no te odiaba, me acostumbré a vivir sin mariposas en la panza, y había renunciado a una vida diferente.
Creo que vuelvo a odiarte, esta vez, por dejarme ahora que estoy vieja, y no podré volver a empezar. Siguen insistiendo sobre aquello que debo depositar junto a ti, estoy un poco mareada. Respiro profundo, me incorporo, doy unos pasos y lanzo mi anillo de bodas.
Buen viaje
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