sábado, 1 de noviembre de 2014

La visita anual

Vivo en un pueblo perdido bajo el sol, olvidado por el mundo -ni siquiera constamos en los mapas- y lo preferimos así. Somos pocos habitantes viviendo en casas separadas por miseria, soledad y tristeza. Interactuamos muy poco, sembramos nuestros propios alimentos y no tenemos muchas razones para conversar entre nosotros. En cada una de las casas, hay un familiar que se ha marchado. Unos buscando un mejor futuro salieron por caminos desconocidos y encontraron la muerte, otros por enfermedad, otros por el paso del tiempo. A todos nos falta alguien.

La particularidad de mi pueblo radica en que una vez al año pasa algo que nos tiene a todos atados a él. Una vez al año, todos los que se fueron, vuelven. Una vez al año viene "El gran bus" y trae por veinticuatro horas a todos los que se marcharon y nosotros sólo vivimos esperando ese día, que es hoy.

Este día lo preparamos desde nuestro silencio, con mucho entusiasmo dentro de lo que nuestra tristeza lo permite. Yo estoy al igual que los demás, parada esperando la llegada del bus, ya mismo son las doce de la noche. Nadie quiere perder un minuto. 

Extraño tanto a Mariela que siento cómo late mi corazón por la ansiedad de verla. Todos estamos igual, es el único día en que todos nos miramos, sonreímos, nos tomamos de la mano y nos damos aliento mientras esperamos. Hay muchas sonrisas tímidas y miradas esperanzadas por doquier.

-¡Llegó el bus!! ¡Ya empiezan a bajar, apúrese doña Rosita que el Alejando es el primero en bajar, la está buscando! se escucha a una vecina gritar.

Alejandro siempre es el primero en bajar, no me cae bien, siempre ha creído que es guapo e importante, todos mueren por él. Siempre con aires de divo hasta ahora, es un cretino, pero comprendo a Rosita, ella está sola como yo. No importa lo que fue, sólo importa que hoy está.


Veo bajar a tanta gente que hasta siento mareos, el pueblo está de fiesta, se ha preparado un desayuno para todos; este día empieza desde que ellos bajan, así esté oscuro el cielo, nuestra alegría lo ilumina todo. No veo a mi Marielita.

-¿Mami? ¿Mi mami vino? se escucha de repente.

-¡Mariela! ¡Marielitaaaa, aquí estoy vida mía!! corro empujando gente. Marielita sólo tiene cinco años, es pequeña y se pierde entre la multitud. La encuentro y la cargo, la aprieto contra mi pecho tan fuerte que ella llega a quejarse y es que realmente quisiera volver a meterla dentro de mi cuerpo y tenerla para siempre. La bajo y caminamos hacia el desayuno comunitario. Está feliz, sus grandes ojos café brillan y al sonreír, sus mejillas redondas relucen y se marcan sus pequeños hoyitos uno a cada lado de su boca. Amo con pasión a mi hija, daría mi vida por cambiar las cosas, pero no puedo, así que trato de no pensar y sólo disfrutar el momento que puedo tenerla.

Todos reímos, comemos, brindamos y hasta bailamos un poco. Ya empieza a amanecer y cada uno se dirige a sus casas para empezar a celebrar como lo hemos planeado durante un año. Llevo a mi nena a la playa cercana, ella adora meterse en el mar y jugar con los delfines, estamos perdidos en el mapa y tenemos cosas inexplicables como delfines cerca de la orilla y mariposas azules que revolotean con la naturalidad y frecuencia que podría hacerlo una mosca en un pueblo cualquiera. Nos tomamos muchas fotos, la peino con mil peinados y ella hace lo mismo conmigo. Nos pintamos las uñas y jugamos a las modelos, desfilamos por la playa. 

-¿Mami, hasta cuándo podrás recibirme y pasar conmigo? me dice en un momento que nos sentamos a ver el mar, una pegada a la otra.

-No lo sé pequeña, esperemos que mucho tiempo más. La miro y sonrío aguantando las ganas de llorar.

Nuestros parientes que vienen una vez al año no envejecen, se quedan de la misma edad con la que partieron, pero nosotros sí envejecemos, yo tengo setenta años y llevo treintaicinco recibiendo a mi niña, desde que partió por un cáncer hecho metástasis que infectó toda su sangre y terminó llevándosela, sin embargo, no sé cuánto tiempo más pueda hacerlo. Al no tener un pariente que me reciba, el día que muera, yo partiré sin regreso, el bus no me permitirá entrar y Marielita habrá perdido quien la reciba. Nos separaremos definitivamente. Ella será reubicada hacia el lugar de los niños por volver a nacer y yo, desconozco cuál será mi destino.

Ella se levanta y corre por la playa riendo feliz, de repente regresa con una flor, una astromelia, mi flor favorita.

-Toma, la traje para que te acuerdes de mi.

-Mi niña, yo jamás me olvido de ti, la flor está hermosa. La guardaré hasta el próximo año que vengas, te lo prometo.

Ya empieza a caer la tarde y mi corazón quiere llorar, el tiempo se vuelve a terminar, maldito tiempo que se diluye como agua. Estas despedidas me destrozan el alma, desgarran mi corazón y me quitan la vida, pero no hay otra forma, esta es la única manera de seguir viendo a mi niña, de tenerla, así sea un día al año.

-Nena, vamos a la casa para que te cambies de ropa y comas algo, ya mismo viene el bus.

Ya en casa, la baño, la visto con un vestido nuevo y empiezo a peinarla.

-No me quiero ir mami. Ven conmigo.

-No puedo nena, si hago algo para poder irme contigo se rompería el orden y nuestra separación sería definitiva y nos adelantaríamos. Todavía tengo fuerza, todavía creo que tenemos algunos años más. Ten paciencia, mira, te he cosido una muñeca, para que cuando la abraces, sientas mi amor.

-Mami, estás más viejita. ¿Y si el próximo año ya no te veo?

-Entonces abracémonos muy fuerte hasta que llegue el bus. 

Nos acostamos en la cama abrazadas y nos quedamos dormidas, de repente me despierto, la busco, toco la cama llamándola y veo la hora. Ya se terminó el tiempo, ya no está. 







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