sábado, 11 de enero de 2014

Cuarenta años

Guillermo es alto y flaco gracias a que no come todos los días, el dinero que tiene le alcanza con las completas y prefiere gastarlo en libros. Es amigo de la casera y a veces suelen darle algo de comer así que todo marcha bien. Se acaba de graduar de la politécnica en Quito y le han ofrecido un puesto como profesor. A pesar de ser de Guayaquil se ha adaptado bien a esta ciudad llena de libros, frío, lomas y amigos entrañables. Llegó ahí por causalidades como todo lo que sucede, las casualidades no existen. La relación con su padre, un abogado inteligente pero carente de inteligencia emocional dejaba mucho hielo a su paso así que decidió poner distancia geográfica y la universidad fue un buen pretexto para salir. La ayuda económica se terminó luego del primer año de estadía en la capital, lo recuerda con tristeza pero sabe que gracias a esa experiencia difícil logró salir adelante solo. Eso forjó un carácter fiero, que no lo deja rendirse y resiente un poco a aquellos cuyos padres les han ofrecido demasiadas comodidades económicas. 

Es jueves y las clases terminaron temprano, han sido semanas de mucho trabajo y está anímica y físicamente agotado, telefonea a su madre en Guayaquil y le pregunta si puede ir a la casa que tienen en Ballenita por el fin de semana, quiere ir a la playa a descansar, leer un poco y dormir con el sonido de las olas. Su madre obviamente accede con la condición de que primero pase por casa saludando y que se vaya en el auto de su padre un volkswagen escarabajo del ´70. -¿En el auto de papá? genial mi cholita, hoy por la noche paso por casa para darte un beso, saludarlo e irme a la playa. Nos vemos.

La carretera está desolada, se siente el dueño del mundo, guapo, piel morena con unas gafas ray ban modelo aviador, parece mucho más joven de los 23 años que tiene y va contento silbando una canción de Julio Iglesias. Llega a la casa de sus padres y nota que no han empezado la construcción de la pared divisoria con los vecinos. -Ojalá que no se les ocurra venir hoy, qué pereza conocer gente nueva. suspira.

Duerme temprano, ha sido un día largo de mucho viaje y luego manejar, pero ya está en la playa y eso es lo que importa. Se da un baño largo, se pone un short y camiseta a modo de pijama y se acuesta a dormir.

-Mira Alicia, parece que los vecinos han venido, está un auto aparcado. -No los conozco, nunca vienen cuando todos estamos aquí, creo que son personas mayores. -¿Y si vamos a saludar? 
-Qué pereza Paula, no me interesa. 
-¡Venga, acompáñame!

Paula toca el timbre y cuando siente la puerta abrirse, se pone detrás de Alicia. Se quedan calladas y asombradas al ver aparecer a Guillermo con una sonrisa fingida y medio dormido. -¿Si?

-Hola dice Alicia, somos tus vecinas, estamos con nuestros padres y bueno, queríamos conocer a nuestros vecinos, nunca vienen cuando nosotros estamos aquí. Nada, soy Alicia y ella mi hermana menor Paula. Si necesitas algo estamos a lado. Qué tengas un buen día.

-Buen día para las dos y gracias por la visita. Yo tampoco conocía quienes eran los vecinos y había escuchado que iban a empezar unos trabajos para construir un muro divisorio, ahora sólo nos separan unas conchillas y este árbol. Se sintió sonriendo y hasta sonrojado hablando con Alicia. Se despidieron y él entró a su casa. 

El viernes empezaba bien con esta visita. Le había encantado Alicia. Alta aunque un poco más baja que él, delgada, blaquísima, cara ovalada, nariz pequeña, labios carnosos, rosados y unos ojos enormes y verdes. No podía dejar de pensar en ella. Se hizo un desayuno rápido y salió de su casa a la playa. Su casa estaba a una cuadra de la playa y luego habían unas escaleras que daban a la arena. Sólo tenía una toalla y un libro. Se sentó dispuesto a leer cuando ve bajar a la familia en pleno de Alicia. Su padre un hombre blanco de grandes ojos verdes (de ahí los heredó ella, estaba claro) con una mirada tan dulce que provocó que se incorpore hasta acercarse y ofrecerse a instalar el parasol y se presentó como el hijo de sus vecinos, hizo una rápida explicación de su vida en Quito, recalcando cosas como que ya era ingeniero y que trabajaba como profesor en la politécnica. Ahí se enteró que su madre había sido compañera de colegio de la madre de Alicia -¡qué agradable casualidad! (aunque en su fuero interno se gritaba ¡las casualidades no existen!).

El padre de Alicia lo invitó a su parasol y estuvieron charlando un buen tiempo mientras que de refilón miraba a Alicia en un bikini verde que hacía lucir su cuerpo delgado sin muchas curvas, pero con una cintura pequeña además de unas hermosas y torneadas piernas que si las miraba demasiado su corazón empezaba a latir vigorosamente. Logró pasear con Alicia por la playa durante horas, conversando sobre sus vidas, ahí se enteró que tenía 21 años y que solían visitar esa casa de playa todos los fines de semana. Estaba perdido en esos ojos verdes pero necesitaba conocer su corazón y cabeza. Llegó la noche y todos subieron. No se vieron esa noche. 

Apenas amaneció el sábado, Guillermo ya estaba en pie. Cruzó hasta la casa de Alicia y la invitó a dar un paseo caminando por el pueblo de Ballenita. Es un pueblo sencillo, pero necesitaba un pretexto para poder conversar con ella. Sus padres accedieron y salieron muertos de risa conversando sobre esta hermosa casualidad de haber coincido este fin de semana. Alicia ha llevado una vida diferente a la de Guillermo, ella terminó su último año de secundaria en Boston, viaja muy a menudo a Miami para hacer compras y pasear en familia. Estudió en un colegio exclusivo y católico. Justo ahora no va a la universidad pero es asistente de un buen amigo de su papá en una naviera y tiene un buen sueldo. Va a los lugares de moda y le gusta la música en inglés. La familia de Guillermo abandonó el catolicismo hace muchos años y decidieron ser testigos de Jehová. Esto le chocó al principio a Alicia pero siguió escuchando sobre su vida económicamente limitada en Quito, luego sus anécdotas como profesor y estaba deslumbrada con la forma de hablar de Guillermo pero sobre todo con la profundidad de su mirada. A veces se perdía en sus ojos y lo dejaba hablar mientras él comentaba mil cosas y brillaban sus blancos dientes para luego hacerla reír, eso le encantaba. La facilidad que tenía para hacerla reír, parecía que se conocían de toda la vida. Hablaron y caminaron hasta agotarse, almorzaron un ceviche en un kiosco frente al mar y al caer la tarde mientras estaban sentados viendo la caída del sol en el mirador del malecón, Guillermo tomó la mano de Alicia y le pidió que fuera su novia.

Alicia primero soltó una carcajada, le recuerda que sólo se conocen cuarenta y ocho horas, que él vive en Quito y hay cosas que los pueden separar como la religión y cuando iba a seguir argumentado, Guillermo se incorpora un poco fastidiado con esa actitud y le dice -El que no se arriesga no cruza el puente. Es ahora o nunca. Yo mañana al amanecer estaré viajando a Guayaquil a devolver el auto a mi papá y luego a Quito. Quiero saber si me voy con novia o no.

Alicia se queda perpleja. Esa determinación de Guillermo disipó sus dudas y decide arriesgarse. -Con novia, pero prométeme que vamos a estar en contacto siempre.

Pues no sólo cumplió esa promesa, sino que durante tres años le escribió una carta diaria, una llamada cada dos días y una visita a Guayaquil cada quince días. Hoy cumplen cuarenta años de casados. Nunca se hizo el muro divisorio y son la prueba fehaciente de que cuando el amor existe en ambos corazones, ni la distancia ni el tiempo pueden separarlo. 









jueves, 9 de enero de 2014

Sin palabras

Consuelo tiene sesenta y cinco años, cara redonda, labios delicados que no cesan de sonreír y unos ojos de mirada dulce. Acaricia suavemente la mano de su madre. Consuelo habla, le cuenta historias que la anciana parece no comprender desde un mundo aislado en su silla de ruedas.

Consuelo insiste, saca su celular, le muestra fotos y con dulzura le explica a la anciana que son sus bisnietos -es Laurita, tu bisnieta, la hija de Lorena tu primera nieta, ¿te acuerdas mami?, mira, ¡tiene tus ojos!. Mami, recuerdas que tu le enseñaste a Lorena a preparar tortas de chocolates cuando íbamos a visitarte en tu casa de Urdesa. ¿te acuerdas?. No hay respuesta, sólo una leve sonrisa de la anciana. Consuelo adora contarle historias a su madre sobre sus nietos y bisnietos, trata infructuosamente de hacerla regresar de ese viaje solitario y distante en el que está sumida desde que le diagnosticaron una enfermedad degenerativa que le compromete muchos sentidos.

Los ojos de Carmen ya no brillan. Escucha la voz de Consuelo pero no logra comprender sus palabras, a veces logra recordarla tan pequeña, tal vez de cuatro años, cuando lloraba si ella no la cargaba por las mañanas para pasarla a su cama y abrazadas leerle un cuento. Otras veces la recuerda andando en bicicleta alrededor de su casa en Ballenita, cuando le gritaba emociona ¡mira mami, sin manos!. Inclusive a veces tiene ligeros recuerdos de cuando la vio entrar vestida de blanco por la iglesia el día de su boda con Julio. Consuelo es su única hija y la ama profundamente aunque no logra hacer que las palabras salgan de su boca. Siente la mano de su hija acariciando la suya y escucha su voz pero no logra comprender sus palabras pese a todo el esfuerzo que pone en ello. A veces quisiera pedirle perdón por haber sido  tan dura en su formación, por todos los abrazos que no le dio y sobre todo, quisiera gritarle que la ama, que agradece todo las noches que entra a su habitación para abrigar sus pies. Quiere decirle que le alegra verla feliz con sus hijos y nietos, que le gustan las fotos que con tanto entusiasmo le muestra en ese aparato que parece un álbum de fotos portátil aunque a veces hace mucho ruido y la pone muy nerviosa. Quiere sonreír, quiere que Consuelo logre sentir que ella la ama pero no sabe cómo. La enfermedad le impide hablar, no logra gesticular palabras coherentes, es torpe con los movimientos y ya casi no puede hacer nada sola.

Consuelo pide un poco de agua para su mamá, le explica que están en el doctor para un examen de rutina. Toma su mano y la vuelve a acariciar. A pesar de los años, las manos de su madre le siguen pareciendo suaves y cálidas, las mira y le dice: ¡mira mami, tenemos las mismas manos! de repente Carmen la mira con dulzura, le sonríe y aprieta sus manos contra las de ella. Consuelo siente un vuelco al corazón, ese pequeño gesto la hace sentir que todavía están conectadas, que su lazo sigue fuerte.

El amor sigue vivo. El silencio es ahora su lenguaje.