No puedo estar tranquila, tengo casi un mes sin bajar. Doy mil vueltas y pienso en lo bien que he estado, la tranquilidad con la que ahora duermo, he empezado a ganar peso y hasta mi sonrisa ha regresado; bajar es un despropósito, tumbaría todo lo ganado, sería volver a empezar y cada vez es más difícil. Miro en el espejo la cicatriz de mi cuello como recuerdo de alguna vez que no debí bajar y bajé, pero me traiciono y digo que no se puede disfrutar del cielo sin visitar de vez en cuando, el infierno. ¡Ah que diablos, voy a hacerlo!
Me pongo zapatos, un jean, ato mi cabello con una cinta y empiezo a bajar por una estrecha escalera, la luz va desapareciendo hasta envolverme en penumbra, sigo descendiendo hasta que mis ojos se acostumbran a esa oscuridad y llego.
El piso es tierra y aserrín, el olor nauseabundo, entre sudor y excremento me hace tener arcadas. Lo escucho gruñir y el sonido me lleva hacia donde está encerrado tras rejas de metal; es enorme, un gran demonio con apariencia entre felino y humano, dientes afilados, patas de uñas gruesas, pero nada como sus alas, gigantes alas negras que se extienden con toda la furia de sus bufidos tratando de volar, mientras sus ojos se clavan en mí.
Ahí estamos uno frente al otro, yo en mi pequeñez tratando de lucir fuerte y sostener su mirada intensa, mientras él, camina sin quitarme los ojos de encima. Puedo percibir su olor, cierro los ojos y me acerco. Sus garras atraviesan los barrotes y toman mi cuello, siento cómo lo aprieta hasta que comienza a faltarme el aire, pero no me quejo, no abro los ojos, no quiero mirar; se enfurece, me suelta con toda la fuerza que otorga la ira, haciéndome caer sobre unas cajas, noto que mi brazo ha empezado a sangrar, le doy la espalda y empiezo a llorar, me duele muchísimo.
Lo escucho gemir, remecer con violencia su prisión y volteo un poco la cara para verlo y como siempre, me aterroriza, es un demonio gigante en dos patas, con las alas extendidas, tiene grandes colmillos que brillan en la oscuridad y los fierros que nos separan parecen ceder frente a la fuerza de sus brazos en un intento desesperado por salir. Sus ojos inyectados me miran, y no sé qué hacer, sigo sentada en el piso, la herida sigue botando mucha sangre.
Me incorporo y cojeando un poco por el golpe, vuelvo a acercarme, él se calma, no se mueve, ni resopla, sólo me mira. Le enseño la herida y la sangre, se arrodilla, acerca su trompa peluda, puedo ver sus ojos pequeños y negros acercarse también, abre su boca, cierro los ojos y a través de los barrotes siento su lengua chupar mi sangre tan delicadamente que me acerco un poco más, no se detiene hasta que mi brazo está nuevamente bien. La herida está curada y saco el brazo de su boca.
Nos quedamos un rato así, muy cerca sin hacer sonidos. Él me enseña una de sus patas, tiene un corte supurando, recuerdo que eso es obra mía de la última vez, cuando le clavé un puñal para alejarlo; ahora soy yo la que acerco mi boca hasta chupar toda su pus, es desagradable, pero siento su alivio y continúo hasta notar que la herida está limpia, entonces desato la cinta de mi cabello y la utilizo para vendar su lesión.
No puedo decir que sonrió, ni que hizo un gesto de agradecimiento, porque no sucedió. Sólo se incorporó, bajó las alas, caminó hacia el otro extremo de la celda y se sentó dándome la espalda. Le había traído comida, así que se la acomodé como pude junto a un plato de agua y me dispuse a subir. Antes de poner un pie en el escalón de regreso, volteé a verlo. Estoy segura de que me miraba de reojo, casi podría asegurar que vi correr una lágrima, pero cuando hice el ademán de volver a él, se giró totalmente de espaldas a mí y empezó a gruñir. Suspiré, me encogí de hombros y empecé a subir, una vez más. Tengo que dejarlo ir -me lo repito mientras subo-, pero no sé cómo ni cuándo. Demonio y pesadilla, sin embargo, nos pertenecemos; somos parte el uno, del otro.