Lo estoy esperando como siempre. De pie, al filo de la cornisa de roca. El mar golpea fuerte y la espuma moja mis pies, el sonido de mar me relaja, cierro los ojos y disfruto la brisa pero siento su presencia, está próximo a llegar. Es la hora.
Hace algunos años quedé viuda y deseaba morir. El dolor me estaba consumiendo, el vacío interior es peor que el físico; Los espacios se volvieron insoportables, el aire me aplastaba y abandoné la ciudad para refugiarme en un pueblo alejado del ruido del mundo.
Compré una casa pequeña sobre una gran roca con vista al mar desde todas las ventanas. Una tarde presa de mi tristeza empecé a caminar y bajar un poco por el peñasco hasta llegar a una cornisa donde rompe la ola y todo se llena de espuma. El espacio era muy reducido y ahí estaba yo, parada en el filo -pensando si me lanzaba al vacío o no- cuando vi el mar agitarse de una manera extraña. No eran olas, era algo acercándose y no lograba entender qué era porque en la superficie no se veía más que una línea enorme abultada y avanzando hacia mi. De repente desde el agua vi salir un Leviatán gigante, este monstruo marino que había escuchado en leyendas estaba frente a mí, mostrándome sus colmillos mientras bramaba y se acercaba, me abría sus fauces hasta casi tragarme pero no lo hacía. Me dejaba ver su interior lleno de peces muertos y algas, expelía un nauseabundo olor y de pronto, se retiraba un poco para mirarme y yo lo miraba furiosa; Luego de la pérdida de mi marido, la muerte no me asustaba, ya pues, si me iba a llevar, que me lleve de una vez, pero que no trate de atemorizarme. Yo no le temía y creo que lo entendió. Puso su enorme cara frente a la mía, me olfateaba y yo no me movía. Volvía a gruñir y yo le gritaba en respuesta. Le grité mucho y enseñé mis dientes furiosa también. Sus ojos amarillos gigantes se incrustaban en los míos y yo en los suyos.
Tiene la apariencia de un dragón con una trompa un poco alargada, grandes cuernos sobre su cabeza y pequeñas aletas donde nosotros tenemos las orejas. Estuvimos un largo tiempo sólo mirándonos y resoplando hasta que de repente bajó la trompa hasta la altura de mis pies. Temí un poco, pero estaba en un punto donde no podía ni quería regresar. Levanté un pie y me sujeté de su frente y con el otro pie tomé impulso hasta alcanzar un cuerno y poder llegar hasta su cabeza. Una vez allí, me puse a horcajadas sobre él mientras sujetaba bien sus cuernos y el Leviatán empezó a levantarse y girar. Ese fue el único momento que sentí miedo, terror realmente. Él giro en dirección a mar abierto y sin sumergirme del todo nadó a toda velocidad. Tenía mis piernas pegadas lo más fuerte que podía a su escamosa piel y abrazaba el cuerno para no caer. Hubo momentos que se sumergió tanto que pensé que quería ahogarme, pero cuando sentía que me estaba aflojando subía a la superficie. Pasamos la noche entera así. Juntos.
Cuando llegaron los primeros rayos del sol que pintaron de dorado el cielo y las aves empezaron a volar, él empezó a hacer un ruido que parecía un silbido, como si estuviese cantando y lo abracé. Lo abracé mucho. Giró nuevamente y me regresó a la cornisa. Desde ese día hasta hoy, vengo todos las tardes a su encuentro y mis noches son junto a él. Ahora ya no brama cuando me ve. Nos miramos en silencio, el baja su trompa y yo acaricio sus escamas. A veces trae heridas, las beso con cariño y pego mi rostro a su cara mojada y áspera. No nos tenemos miedo. No nos lastimamos. Vivimos una realidad, alejada de la realidad.